Pedro Cribari, un joven militante comunista a punto de conocer a su primer hijo, fue detenido en 1975. En medio de las eternas jornadas de tortura tomó una decisión desesperada: escapar. Trepó a una azotea, se aferró a un árbol y gritó su nombre, el de su esposa, el teléfono de su familia.
En respuesta recibió tres disparos. Uno de ellos lo arrojó al suelo, inconsciente. La bala, destinada a matarlo, paradójicamente lo salvó: obligó a las Fuerzas Conjuntas a detener las sesiones de tortura y trasladarlo al hospital. Cincuenta años después, Pedro descubre que esa bala, que todavía lleva dentro, no es, como siempre creyó, una .22, sino una .38, infinitamente más letal. Su supervivencia, entiende entonces, fue un «milagro anatómico»: medio milímetro y era hombre muerto.
Este es el punto de partida de Antonio Ladra para construir —con rigor periodístico y potencia narrativa— un relato acerca del trauma no resuelto de la dictadura; esa herida que, como la de Cribari, no termina de cerrarse y nos recuerda siempre que, ante la impunidad, la memoria es un acto de justicia.