«Arrancan, suben la rampa, y aquel mar de personas gritando, saltando, llorando», recuerda María Elia Topolansky. Desde la multitud, se le acerca un muchacho y le da un beso. «Tengo 80, y no he olvidado ese beso».
Era el 10 de marzo de 1985 y se había aprobado la amnistía. Las cárceles políticas tenían los días contados. Pero ¿qué significa recuperar la libertad después de tantos años de encierro? Para Graciela Jorge, aceptar que personas que amaba estaban muertas o desaparecidas. Para Rodolfo Wolf, enfrentar el hecho de que su hijo no lo reconocía. Algunos salieron con la misión de denunciar el horror: las desapariciones, las torturas, las violaciones. Otros resignificaron el dolor a través del arte.
Matías Mateus —ganador del Primer Premio Nacional de Literatura y el Juan Carlos Onetti— recoge los testimonios de 13 protagonistas, entre ellos Samuel Blixen, Henry Engler, Marcelo Estefanell y Alba Antúnez, los entreteje y los trae a la vida. Así, se remonta hasta los orígenes de la militancia, deteniéndose en el entramado político previo a 1973 para desmontar el mito del Uruguay como la Suiza de América: «Nosotros —dice la legendaria sindicalista cañera Chela Fontora, recordando Bella Unión— vivíamos en la semiesclavitud».
La prisión política generó, en palabras de Alfredo Alzugarat, «una resistencia cultural de trece años desarrollada en el vientre mismo del enemigo». Fontora, que era analfabeta, fue puesta en la celda con una maestra que le enseñó geografía tallando un globo terráqueo en una naranja. Esos actos de amor, solidaridad y resistencia hacen a la esencia de este relato.
La libertad, nos dice Mateus, no es un estado inmutable, sino una lucha continua. Y es esa lucha la bandera que reivindica, cuarenta años después, este libro.