En la madrugada del 13 de agosto de 1993, el Palacio de la Luz, esplendor de mármol y tecnología, en la ciudad de Montevideo, se volvió una trampa mortal.
Las llamas, implacables, treparon como castigo divino, devorando archivos, ideas y la vida de cinco mujeres que trabajaban en el aseo de los pisos de la enorme edificación. El humo ahogó los gritos; el edificio, diseñado para brillar, ardía por el fuego descontrolado.
Un helicóptero surcó el cielo negro. ``Entramos todo o no entra nadie´´, gritó un bombero colgado de un cable sobre el abismo. Abajo, José Alem y otros testigos miraban impotentes mientras el mármol estallaba como lágrimas seca chocando con las salpicaduras de agua.
El fuego se llevó lo más valioso: vidas humanas. Hoy, esas víctimas son memoria viva, en un país que aprendió, con dolor, que la luz más frágil no es la eléctrica, sino la humana.
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