Este libro es un nuevo ejemplo de la capacidad de Margarita Azpiroz para ocuparse de su vida, de sus experiencias, de su familia, en forma de crónicas: claro que las crónicas de su vida en Montevideo y en Rivera, y de sus viajes al País Vasco, son literatura tanto como su anterior novela, Cuando creíamos que la vida era una línea recta. Son literatura porque apuestan a poner en primer lugar el punto de vista como herramienta de selección de momentos; porque dramatizan escenas dentro del continuo de su recuento biográfico; porque la autora apela al montaje para poner en relación distintas capas de su experiencia, distintos tiempos, en este trabajo sobre, precisamente, las fronteras.
Es cierto que la noción de frontera se aplica naturalmente al departamento de Rivera, marcado además por la variación de lenguas; es cierto también que los límites entre un espacio y otro se hacen más visibles en ese caso. Pero las fronteras se construyen además con desplazamientos y travesías de un punto a otro, de una parte de la vida a otra, y en ese sentido el movimiento y la comunicación juegan un rol preponderante.
Son zonas diversas, por la intensidad, por el peso afectivo, que se ponen en relación aquí como una construcción narrativa y vital que emplea distintas voces y técnicas narrativas para animar el viaje. La familia, la que la narradora conoce y la que no, se vuelve una caja de resonancia de un impulso por reconocerse. Cada historia que relata se une a ese impulso para configurar la unidad de lo diverso que preside este libro, cuya emocionalidad llega al lector por la única vía posible: la de la buena escritura.
Roberto Appratto